Tras el reciente concurso en el que premiamos el mejor fragmento literario en el que apareciera un traductor como personaje, hemos decidido publicar todas las aportaciones al concurso, considerando que merecía la pena que estuviesen todas presentes en este blog. ¡Felices traducciones!
The summer before the dark, de Doris Lessing:
«I suppose if a person is good at one thing then she is at another, but if you could stay with us another month, and switch to the organisational side, it would be the luckiest thing. To waste your incredible talents as a translator-it is a crime.»
La luna roja, de Luis Leante:
«Había trabajado ocho horas seguidas, sin levantarse más que para hacer café o ir al baño. Miró el reloj que tenía sobre su mesa; apenas pasaban unos minutos de las siete. el Macintosh permanecía encendido, con su pantalla diminuta parpadeando de un modo que a René le pareció fatigoso, como si acabara de terminar una carrera de fondo. Pensó en Berta sin rencor, más bien con cierta tristeza. Si ella hubiera estado en la cama, la habría despertado para contarle que la traducción estaba ya terminada; pero aún no había regresado a casa y no tenía a nadie con quien compartir aquel momento casi místico. En su cabeza resonaban aún las frases largas, barrocamente subordinadas, los verbos y las imágenes- la mayor parte de las veces incomprensibles- del último libro de Emin Kemal. Por primera vez en los dos años que llevaba traduciendo al escritor turco, se había sentido desanimado en su trabajo.»
El jinete polaco, de Antonio Muñoz Molina:
«[El protagonista, un intérprete de conferencias, descube sus sentimientos.] Me parece que vivo en dos lugares a la vez, en dos tiempos simultáneos, que al caminar me muevo en dos direcciones y a dos velocidades que ya han empezado misteriosamente a confluir.»
El pasado, de Alan Pauls:
(Fragmento ganador del concurso.) «Rímini había descubierto hasta qué punto traducir no era una tarea libre, elegida sin apremios, en estado de discernimiento, sino una compulsión, la respuesta fatal a una orden, un mandato, una súplica alojadas en el corazón de un libro escrito en otra lengua. El simple hecho de que algo estuviera escrito en otra lengua, una lengua que él conocía pero no su lengua materna, bastaba para despertar en él la idea, completamente automática, por otra parte, de que ese libro, artículo o relato estaba “en deuda”, debía algo inmenso, imposible de calcular y por lo tanto, naturalmente, de pagar, y que él, Rímini, el traductor, era quien tenía que hacerse cargo de la deuda “traduciendo”. […] Le preguntaban, sobre todo los amigos de sus padres, si era difícil traducir. Rímini, desalentado, contestaba que no, pero pensaba qué importancia podría tener si era difícil o no. Le preguntaban cómo se hacía para traducir, y Rímini decía que no, que no, que traducir no era algo que se hacía sino algo que no se podía dejar de hacer. Ya entonces, a los trece, catorce años, con su experiencia de aprendiz, corta pero de una intensidad sorprendente, había enfrentado la evidencia que tarde o temprano enfrenta todo traductor: se está traduciendo todo el tiempo, las veinticuatro horas del día, sin cesar, y todo lo demás, lo que en general se llama vida, no es más que una módica serie de treguas y vacaciones que sólo el traductor con voluntad de hierro logra arrancarle a ese aparato de sojuzgamiento continuo que es la traducción.»
(Segundo fragmento.) «Todo iba bien mientras Rímini quemaba palabras, mientras avanzaba sobre la traducción con fluidez, como un bólido de noche en una carretera desierta. Pero en algún momento algo lo obligaba a frenar, una irregularidad, un accidente, algo que la primera lectura de Rímini, ese rastrillaje general pero atento con el que prologaba el momento de la traducción propiamente dicho, no había detectado, y, obligado a resolverlo, no ya por el desafío mismo de disipar la dificultad, menos por el de borrarla en el pasaje a la otra lengua sin que deje huellas, sino sólo por la urgencia de reanudar la marcha, seguir adelante lo más rápido posible, por la lógica misma del accidente, que interrumpe la continuidad de las cosas y trabaja, por lo tanto, insertando tiempo en el tiempo, Rímini recordaba de golpe que había algo llamado cuerpo, un territorio propio, en efecto, pero como abandonado, del que el frenesí de la traducción llevaba horas distrayéndolo. Así, mientras consultaba diccionarios, manuales de uso, breviarios de dificultades y versiones anteriores, mientras alteraba, invertía y flexionaba de mil maneras la frase que le oponía resistencia, con la misma energía avasalladora con que un minuto atrás devoraba la frase siguiente, sólo que frenada, quieta, forzada de algún modo a funcionar en el vacío de un mismo punto, Rímini, confuso, como si despertara de un colapso, iba recuperando gradualmente la conciencia de sus pies, sus tobillos, sus rodillas. Y tan pronto como los recuperaba descubría, en un breve flash de espanto, que no le servían, que estaban como vaciados.»
Corazón tan blanco, de Javier Marías:
«Yo hablo y entiendo y leo cuatro lenguas incluyendo la mía, y por eso, supongo, me he dedicado parcialmente a ser traductor e intérprete en congresos, reuniones y encuentros, sobre todo políticos y a veces del nivel más alto (en dos ocasiones he hecho de intérprete entre jefes de estado; bueno, alguno era sólo presidente de gobierno). Supongo que por eso tengo (como la tiene Luisa, que se dedica a lo mismo, sólo que no compartimos exactamente las mismas lenguas y ella está menos profesionalizada o se dedica menos, y por tanto no la tiene tan acentuada) la tendencia a querer comprenderlo todo, cuanto se dice y llega a mis oídos, tanto en el trabajo como fuera de él, aunque sea a distancia, aunque sea en uno de los innumerables idiomas que desconozco, aunque sea en murmullos indistinguibles o en susurros imperceptibles, aunque sea mejor que no lo comprenda y lo que se diga no esté dicho para que yo lo oiga, o incluso esté dicho justamente para que yo no lo capte.»
Eothen. Un viaje a través del Oriente mítico, de Alexander W. Kinglake (traducción de Elena García):
«La intervención del dragomán es fatal para una conversación. […] Pero el total de referencias atribuidas al bajá, posiblemente hayan nacido de una charla parecida a la siguiente:
»BAJÁ: Sea bienvenido el inglés, y sea esta hora de su llegada la más bendita entre todas.
»DRAGOMÁN (al viajero): El bajá saluda a usted.
»VIAJERO (al bajá): Salúdale en mi nombre y comunícale que me siento honrado de conocerle.
»DRAGOMÁN (al bajá): Vuecencia, este inglés Lord de Londres, Escarnecedor de Irlanda, Supresor de Francia, ha abandonado sus dominios, dejando a sus enemigos que disfruten de un temporal sosiego, y ha cruzado el ancho mar, de riguroso incógnito, en compañía de un reducido pero leal séquito, para poder admirar la brillante figura del bajá entre bajás, al bajá del inmortal Pashalik de Karagholookoldour.
»VIAJERO (a su dragomán): ¿Qué diablos le has dicho de Londres? El Bajá va a tomarme por un vulgar paleto…»
The Translator, de John Crowley:
«“Now in your poem of May,” he said, and she felt a small sensation in her breast.
“Could it, do you think, be translated so that every line would end as yours do, with a certain consonant?”
“I don’t know,” she said. “If I were a translator, I’d try.”»
(Segundo fragmento.) «“Kyt.” He still faced the window and the dark. “Do you have the translations we made, the poems of this summer?”
“Yes. All of them.”
“What do you think, are they poems in English?”
“I don’t know. I hope. I think.”
“So much undone,” he said. “So much that should be done.”
“What we did,” Kit said. “Working on your poems. It was the hardest thing I’ve ever done. It was harder than I thought anything could be.”
“And yet you did it.”
“Yes. It was wonderful. It was . . . it was like water.”»